lunes, 7 de noviembre de 2011

ALBERT CAMUS



EL DESTIERRO DE HELENA

Henri Fantin-Latour (1836 - 194). Pintor francés. Helena, 1896



El sentido trágico del Mediterráneo es solar, distinto del de las brumas. Algunos atardeceres en el mar, al pie de las montañas, cae la noche sobre la curva perfecta de una pequeña bahía de aguas silenciosas, y entonces se eleva hacia el cielo una plenitud angustiada. Bien puede comprenderse que si los griegos llegaron a la desesperación en esos lugares, ello fue siempre a través de la belleza y de lo que ésta tiene de opresivo. En esa dorada infelicidad culmina la tragedia. Nuestro tiempo, en cambio, alimentó su desesperación en la fealdad y en las convulsiones. He aquí el motivo por el cual Europa sería innoble si el dolor pudiera serlo.

Hemos desterrado a la belleza. Los griegos en cambio tomaron las armas por ella. Es ésta una primera diferencia sin embargo ya bien antigua. Nunca abusó de nada, ni de lo sagrado ni de la razón, porque nunca negó nada, ni lo sagrado ni la razón. El pensamiento griego lo admitió todo equilibrando las sombras con la luz. Nuestra Europa, en cambio, lanzada a la conquista de la totalidad, es hija de lo desmedido. Europa niega la belleza así como niega todo lo que no la exalte. Y, aunque de modo distinto, no exalta sino una cosa: el imperio futuro de la razón. En su locura extiende infinitamente los límites eternos e inmediatamente oscuras Erinias caen sobre ella y la desgarran. Némesis, diosa de la medida no de la venganza, vela por el equilibrio. Todos aquellos que trasponen el límite son implacablemente castigados por ella.

Los griegos, que durante siglos enteros se plantearon la cuestión de lo justo, no lograrían comprender nuestra idea de la justicia. Para ellos la equidad suponía un límite en tanto que todo nuestro continente se resuelve buscando una justicia que pretende ser total.

En los albores del pensamiento griego Heráclito imaginaba ya que la justicia impone límites al propio universo físico. “El sol no sobrepasará sus límites porque de otro modo las Erinias, guardianas de la justicia sabrían descubrirlo”. Nosotros, que hemos hecho el universo y el espíritu desorbitados, nos reíamos de esta amenaza.

En un cielo ebrio iluminamos los soles que queremos. Mas ello no impide que existan los límites y que lo sepamos. En nuestras demencias extremas soñamos con un equilibrio que ya dejamos detrás de nosotros y que ingenuamente creemos que hemos de volver a encontrar al cabo de nuestros errores. Infantil presunción ésta que justifica el hecho de que pueblos niños, herederos de nuestras locuras, dirijan hoy nuestra historia.

Un fragmento atribuido también a Heráclito enuncia simplemente: “Presunción, regresión del progreso”. Y, algunos siglos después del filósofo de Éfeso, Sócrates, frente a la amenaza de ser condenado a muerte, no reconocía ninguna otra superioridad que ésta: no creía saber lo que ignoraba. La vida y el pensamiento más ejemplares de estos siglos se resuelven en una orgullosa confesión de ignorancia. Al olvidar este hecho nos hemos olvidado de nuestra virilidad. Preferimos al poder que remeda la grandeza; preferimos primero a Alejandro y luego a los conquistadores romanos que nuestros autores de manuales de historia, en virtud de una incomparable bajeza de ánimo, nos enseñan a admirar. Nosotros, a nuestra vez, también hemos hecho conquistas, hemos desplazado los límites, dominado el cielo y la tierra. Nuestra razón ha hecho el vacío a nuestro alrededor. De suerte que venimos a resolver nuestro imperio en un desierto. ¿Qué lugar hay pues en nuestro espíritu para aquel equilibrio superior en que la naturaleza balanceaba la historia, la belleza el bien y en el que intervendría la música de los números hasta en la tragedia de la sangre? Ahora volvemos nuestras espaldas a la naturaleza; nos avergonzamos de la belleza. Nuestras miserables tragedias exhalan olor a oficina y la sangre que chorrean tiene color de tinta grasosa.

Esta es la razón por la cual resulta indecente proclamar hoy que somos los hijos de Grecia. En todo caso, somos hijos renegados.

Colocando la historia sobre el trono de Dios, marchamos hacia la teocracia del mismo modo que aquellos a quienes los griegos llamaban bárbaros y a quienes combatieron a muerte en las aguas de Salamina. Si aspiramos a comprender bien en qué estriba la diferencia, es preciso que nos remitamos a aquel de nuestros filósofos que es el verdadero rival de Platón. “Únicamente la ciudad moderna”, se atreve a escribir Hegel, “ofrece al espíritu el terreno en el que éste puede adquirir conciencia de sí mismo”. Vivimos pues en la época de las grandes ciudades. Por modo deliberado se amputó al mundo aquello que hace su permanencia: la naturaleza, el mar, la colina, la meditación de los atardeceres. Ya no hay conciencia si no es en las calles, porque no hay historia sino en las calles; tal es lo que se ha decretado. Y como consecuencia de ello también nuestras obras más significativas atestiguan del mismo hecho. En vano buscaremos paisajes en la gran literatura europea después de Dostoievski. La historia no explica ni el universo natural que existía antes de ella ni tampoco la belleza que está por encima de ella. Quiere decir que la historia tomó el partido de ignorarlos. Mientras en el pensamiento de Platón había de estar contenido todo, la falta de sentido, la razón y el mito, el de nuestros filósofos no contiene más que la falta de sentido o la razón, porque ellos prefieren cerrar los ojos a todo lo demás: es el topo que medita.

Fue el cristianismo el que comenzó a sustituir la contemplación del mundo por la tragedia del alma. Pero a lo menos el cristianismo se refería a una naturaleza espiritual y en virtud de ella mantenía cierta firmeza. Muerto Dios, ya no queda sino la historia y el poder. Desde hace mucho tiempo, todos los esfuerzos de nuestros filósofos no se cifran más que en reemplazar la noción de naturaleza humana por la de situación y la armonía antigua por el impulso desordenado del azar o por el movimiento implacable de la razón. Mientras los griegos asignaban a la voluntad los límites de la razón, nosotros pusimos el impulso de la voluntad en el corazón de la razón que en virtud de ello se hizo asesina. Para los griegos los  valores eran anteriores a toda acción de la que precisamente marcaban los límites. En cambio, la filosofía moderna sitúa sus valores al final de la acción. Los valores no existen pero llegan a ser, de suerte que no los conoceremos en su integridad sino al término de la historia. Con tales valores desaparecen los límites y como las concepciones acerca de lo que ellos llegarán a ser difieren y como no existe lucha que, sin el freno de esos mismos valores, no se extienda indefinidamente, los mesianismos se atreven hoy a todo y sus clamores se fundan en el choque de los imperios. Según Heráclito, lo desmedido es cual un incendio. El incendio va ganando terreno; Nietzsche ha quedado superado; Europa ya no filosofa en medio de martillazos sino de cañonazos.

La naturaleza, sin embargo, siempre está presente. Opone sus cielos tranquilos y sus razones a la locura de los hombres hasta que también el átomo se incendie y la historia termine con el triunfo de la razón y la agonía de la especie. Pero es el caso que los griegos nunca dijeron que no podían transponerse los límites. Afirmaron que los límites existían y que aquel que osara transponerlos sería castigado sin merced. Nada de la historia actual puede contradecirlos.

El espíritu histórico y el artista quieren, cada uno a su modo, rehacer el mundo. El artista, por una obligación de su naturaleza, conoce los límites que el espíritu histórico desconoce. He ahí por qué el fin de este último es la tiranía en tanto que la pasión del primero es la libertad. Todos aquellos que hoy luchan por la libertad vienen a combatir en última instancia por la belleza. Desde luego que no se trata aquí de defender a la belleza por ella misma. La belleza no puede prescindir del hombre y nosotros no daremos a nuestro tiempo su grandeza y su serenidad si no es siguiéndolo en su desdicha. Ya nunca seremos solitarios, pero no es menos cierto que tampoco el hombre puede prescindir de la belleza y esto es lo que nuestra época parece querer ignorar. Nuestro tiempo se empeña en alcanzar lo absoluto y el imperio de las cosas. Quiere transfigurar el mundo antes de haberlo agotado, ordenarlo antes de haberlo comprendido. Diga nuestro tiempo lo que dijere, lo cierto es que deserta del mundo. Ulises retenido por Calipso pudo elegir entre la inmortalidad y la tierra de su patria. Eligió la tierra y con ella la muerte. Una grandeza tan sencilla nos es hoy ajena. Otros dirán que nos falta humildad. Pero esta palabra a decir verdad, resulta ambigua. Semejantes a esos bufones de Dostoievski que se vanaglorian de todo, que saben hasta las estrellas y terminan por hacer gala, en el primer lugar público, de su vergüenza, carecemos únicamente del orgullo de hombres que significa fidelidad a sus propios límites, amor sereno y consciente por su propia condición.

“Odio mi época” escribía poco antes de morir Saint-Exupéry por motivos no muy distintos de aquellos a los que me he estado refiriendo. Pero por descompuesto que sea ese grito, viniendo de Saint-Exupéry que tanto amó a los hombres en lo que éstos tienen de admirable, no hemos de hacerlo nuestro. Y sin embargo, en ciertas horas ¡cuán fuerte es la tentación de apartarse de este mundo triste y descarnado! Pero esta época es la nuestra y no podemos vivir odiándonos. Nuestro tiempo no ha caído tan bajo más que por el exceso de sus virtudes así como por la grandeza de sus defectos. Hemos de luchar por aquella de sus virtudes que nos viene de lejos. ¿Qué virtud? Los caballos de Patroclo lloran a su amo muerto en la batalla. Todo está perdido. Pero el combate vuelve a comenzar por obra de Aquiles y al final está la victoria, porque la amistad acaba de ser asesinada: la amistad es una virtud.

Rechazar el fanatismo, reconocer la propia ignorancia, los límites del mundo y del hombre, el rostro amado, la belleza, en fin, he ahí el campo donde podremos reunirnos con los griegos. En cierto modo el sentido de la historia del mañana no es el que corrientemente se cree. Ese sentido está en la lucha entre la creación y la inquisición. A pesar del precio que les costará a los artistas el tener las manos vacías bien podemos esperar su victoria. La filosofía de las tinieblas se disipará una vez más por encima del mar resplandeciente. ¡Oh, pensamiento meridional, la guerra de Troya se libra ahora lejos de los campos de batalla! Y también esta vez, los muros terribles de la ciudad moderna caerán para entregar, “alma serena como la calma de los mares”, la belleza de Helena.


De: El verano


Albert Camus
(1913 – 1960). Escritor y filósofo francés. Premio Nobel de Literatura 1957

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