domingo, 22 de julio de 2012

AMANDA REVERÓN



VI

 
Martin Gallego. Fotógrafo español. Vistas al mar


A Sonia Tortoza y a Hilda Carpio

Mi casa en el mar
no tiene paredes
y aun así
cuelgo en ellas
fotos de viejas embarcaciones
máscaras de antiguas tribus
retablos de una virgen negra
amuletos, atrapasueños
y un rosario
hecho de conchas de caracoles
mi casa en el mar
no tiene ventanas
y aun así
me asomo por ellas.


De: Rumor de Barcos


Amanda Reverón
(Puerto Cabello, Carabobo, 1973). Poeta venezolana.


sábado, 21 de julio de 2012

ELIZABETH SCHÖN














MARÍA LOURDES HERNÁNDEZ DE MARTÍN


LA CASA POR DENTRO

 
Federico Brandt (Caracas, 1878 - 1932). Pintor venezolano. Interior.


     La casa que me habita tiene aleros de sombra
     y ventanas abiertas a los rayos del sol.
     La casa que sostiene mis viejos sonidos
     a veces se desploma entre mis brazos.
     Mi madre se asoma del fuego
     perdida entre millones de horas luz.

     Desde  el entresijo del recuerdo
     ella es frágil como las hojas del otoño
     fuerte como el cincel llevado por un dios.
     Ella  me dona su arpegio de colores
     entre mi pecho vibra la canción  de mi infancia.




De: Un sol se desnuda en mi bosque




María Lourdes Hernández de Martín
(Maracaibo, 1947). Poeta venezolana.

viernes, 20 de julio de 2012

LUZ MACHADO



EN MI HABITACIÓN

Alexis Pérez-Luna (1949). Fotógrafo venezolano. Serie / Gabinete de Imágenes.



Aquí están mis zapatos, con la forma
de los pasos y el pie que los dispone.
Aquí están mis vestidos, mis blusas y mis faldas
y mi ropa interior,
liviana y sencilla como una campánula silvestre
ya marchita,
mis medias que olvidaron las orugas
y han conocido antes la máquina y el ruido,
y después el latido y la huella;
mi paraguas, lánguido capullo, calabaza
del color del durazno y la cayena,
oh, mi mejor amigo defendiéndome
del cielo y su arrebato.
Espejos, libros, memorias de los viajes,
la música viniendo desde lejos,
su posada mariposa libérrima,
un lecho donde el sueño sólo es más sueño,
una lámpara antigua de la abuela materna,
una diversa advocación de vírgenes y santos
para la belleza y por los hijos, para la soledad,
esta máquina de escribir que llena de picotazos el silencio
como una gaviota furiosa y hambrienta
contra la huidiza verdad del mar,
este olor que de pronto se viene del jazmín
del jardín, desde la calle
a pelear contra el mío y mis perfumes
saliéndose de mí o del armario abierto.
Y retratos.
Y la vida haciendo ruido adentro y en torno
en cada día que pasa.



De: La casa por dentro (1965)


Luz Machado
(Ciudad Bolívar, 1916 - Caracas, 1999) Poeta y ensayista venezolana.


IDA GRAMCKO



XIV


Elizabeth Azpurua. Pintora venezolana. Acacia.



     Recuerdo,
     florecida en mi rama,
     mi tronco movedizo en el invierno
     con su fronda de plata
     en el viento,
     blanda y azul, como un fantasma.
     Y recuerdo,
     -¿no es amor la nostalgia?-
     aquel sopor de hielo
     sobre la alcoba pálida
     donde un día, lo recuerdo,
     la enardecida llama
     ascendió por mi cuerpo
     como una hoguera subterránea.
     Capullos del incendio,
     florescencia escarlata,
     para mi fronda lívida de espectro
     y mi tronco de nácar.
     Me envolvió todo el fuego
     a flor de carne y alma
     y florecí de amor, en el silencio
     pura, encendida acacia.



De: Cámara de cristal (1943)


 
Ida Gramcko
(1924 - 1994). Poeta venezolana.

LUDOVICO SILVA



MÚSICA Y JUVENTUD: CARTA A JOSÉ ANTONIO ABREU



Fui adquiriendo antes de ir a la escuela el sentido religioso no cristiano. Lo divino lo llenaba todo. Y la manera más propicia de conectarme a lo divino era la música, especialmente el canto. Creo hoy que el contacto con la música es imprescindible al poeta. La poesía es música, ritmo del alma. La realidad es sonora. Un árbol, un cuerpo, la montaña resuenan. Debo pues a mi tío Willy, a mi padre y a mi hermana Magdalena la educación para la música y en consecuencia para el sentir poético.
Hanni Ossott (Cómo leer la poesía)


Robert Doisneau (1912 – 1994). Fotógrafo francés.



Querido maestro Abreu: me ha puesto usted ante un severo compromiso al sugerirme hablar en una nota sobre el tema de la música y la juventud, a propósito de la Orquesta Nacional Juvenil que Ud. tan maravillosamente dirige. Digo que fue una sugerencia, no un pedido formal; pero yo tomo cualquier sugerencia suya como si fuera una orden. De la misma forma que si fuera integrante de la Orquesta, y usted me estuviera dirigiendo. Yo no soy músico (aunque sí un irremediable melómano), pero me imagino que para que una orquesta funcione hay que obedecer ciegamente al director de la misma.

Sus jóvenes a Ud. le obedecen con una fe y un entusiasmo que producen en mí una verdadera y legítima envidia, pues yo siempre quise tener un maestro de música a quien pudiera obedecer y del cual aprender. Yo soy, querido maestro, un músico frustrado. En mí despertó el hambre de música antes que el hambre de la poesía y la literatura. Tendría yo unos ocho o nueve años cuando tuve mi primer encuentro con la música que convencionalmente llamamos “clásica”, que se llama así, me imagino, porque tiene clase. (El origen de la palabra “clásico” es sociológico, pero podemos transfigurarlo en algo puramente estético).

Mi único homenaje a su Orquesta Juvenil no puede consistir en otra cosa que en ciertos recuerdos autobiográficos, y en ciertas apreciaciones que he sentido a lo largo de mi vida con respecto a la música selecta. Cuando yo era muchacho, vivía en un campo petrolero llamado “El Chaure”, entre Puerto la Cruz y Guanta, en Anzoátegui. Primero estaba la refinería de petróleo, que a mi parecer era algo detestable, y que estaba manejada íntegramente por norteamericanos que tenían ciertas costumbres abusivas y desmoralizantes para uno. Pero después, junto al mar, estaban las casitas donde vivíamos los venezolanos. Junto al mar. Era, y sigue siendo, una bellísima bahía, donde vi los más bellos atardeceres que he visto en mi vida. Entre los contratados de la compañía había un señor sueco de unos treinta y cinco años; un tipo sensible, muy buena gente, que se encariñó conmigo.

Siempre me hablaba de música, y me hablaba también de su lejano y para mí mítico país. Un día lo transfirieron a otro país, y yo me quedé muy solo. Tenía como diez años. Pero antes de marcharse, el sueco amigo fue a visitarme y me hizo un espléndido regalo: toda su colección de discos de música clásica. Aquello era un auténtico tesoro, y era todo mío. Yo ya tenía ciertas vagas nociones de música, por mi padre, que era un gran bandolinista y acordeonista, y del cual heredé el oído musical que me permite, de vez en cuando tocar esos instrumentos (aunque lo hago muy mal). Pero con aquella colección de discos se me abrió, como unas puertas de oro todo el universo musical. Imagínese usted a un niño de diez años acostado en una hamaca, oyendo, frente al mar del atardecer, las grandes tormentas de Beethoven, los inmensos ruidos de Wagner, la delicadeza de Chopin, los arabescos de Debussy, la magnificencia de Mozart, el patetismo de Chaikovsky, la simplísima complicación de Vivaldi, la gravedad de Palestrina, y hasta la dulzura de algunas canciones de cuna del Renacimiento español. Cito estos nombres porque son los que más recuerdo de aquella época vital, de ventura y aventura; y, si exceptuamos algunos años de mi juventud posterior, todo lo demás ha sido una pura amargura teñida de vino y apenas endulzada por la sempiterna música selecta, que desde siempre oigo todos los días y a toda hora, sin cansarme. Es cierto que ha habido en mi vida otras cosas dulces, como mis novias y amantes, o mis lecturas, o el placer de escribir libros de poesía y de filosofía. Pero lo único que realmente me puede sacar de cualquier marasmo espiritual de esos en los que suelo caer repentinamente, es la música. Yo soy músico en esencia. Si no fui un músico profesional, la culpa la tiene la poca tradición que hay en nuestro país de enseñarles música a los niños, tengan o no tengan vocación. Cuando yo viví en Alemania, me producía una sincera envidia ver cómo en los hogares todos los muchachos sabían tocar el piano o el órgano o el violín. Se les enseñaba cultura musical. Mi poca cultura musical me la debo exclusivamente a mí mismo, y a aquel señor sueco de que le hablé antes.

 
Robert Doineau (1912 – 1994). Fotógrafo francés.


También debo reconocer que los tangos que mi padre tocaba en el acordeón, o ese divino “Carnaval de Venecia” que interpretaba en la mandolina, influyeron mucho en mí. A esa mandolina, fabricada por Raúl Borges, y que conservo como una reliquia, porque suena maravillosamente, le he dedicado un poema, que no quiero citar aquí porque es demasiado triste, como toda mi poesía. El único poema exultante, alegre, que he escrito en toda mi vida es una cantata que titulé “La soledad de Orfeo”, todo un libro escrito en tercetos dantescos y que nadie, salvo el maestro Antonio Estévez, se ha dignado comentar. Sin duda que es una poesía que no está hecha para nuestro tiempo, y ni siquiera para muestro país. Es como un homenaje a la Europa que yo tanto y tan intensamente viví en mi juventud, y a la cual quisiera regresar algún día, aunque sólo fuera para agradecerle el tesoro cultural que depositó en mi cerebro. Yo era un europeo porque me fui demasiado joven para esas tierras. Ahora soy por completo americano, un venezolano.

Pero le decía, querido maestro Abreu, que yo soy un músico frustrado, aunque a veces me hagan sentir la ilusión de salir de ese lamentable estado de cosas como los conciertos de la Orquesta que usted dirige. Esa Orquesta Juvenil tiene tanta dignidad como las mejores orquestas que yo pude oír en Europa, sobre todo en Alemania. No hace mucho le dediqué a usted un artículo sobre la interpretación que hicieron de la Novena Sinfonía de Beethoven, artículo que a usted le gustó mucho. Esa sinfonía de Beethoven es como el himno de toda la humanidad. Ahora, cuando le estoy escribiendo esta modesta nota, estoy escuchando una pieza de Beethoven que se llama “Fantasía Coral”. La he escuchado muchas veces por la Emisora Cultural FM, y siempre me ha asaltado el mismo pensamiento. Es decir, que esa pieza, o es el antecedente a la Novena, o es su consecuencia. Sin ser yo músico, creo advertir un paralelismo impresionante en el tema principal. Lo mismo me acontece con las “Vibraciones sobre un tema de Haydn”, de Brahms. El tema es el mismo. Otro tema que me persigue incansablemente, y que he tratado de reproducir en mis versos, es el fúnebre de la Sinfonía número tres, “Heroica”. Ese tema de la muerte es obsesionante en mi poesía, como ya lo ha dicho algún crítico fino y sensible. A mí me gustaría oír algún día un concierto de su Orquesta Nacional Juvenil donde se reunieran esas dos piezas, acompañadas del cuarto movimiento de la Novena. Sería un concierto maravilloso. Es una sugerencia que le hago, pero al igual que las sugerencias suyas, esto es una orden.

Yo tengo un hijo cuya máxima afición es la música rock. Yo no se lo critico –aunque sus ruidos no me dejan en paz –, pero siempre le digo, y le insisto, en que también debe oír y practicar la música selecta. Yo no creo que pueda haber un buen rockero si no conoce de algún modo la música de Beethoven o de Vivaldi. De la misma forma, no creo en ningún poeta moderno que rompa los moldes clásicos, si no es capaz de escribir un buen soneto, o una seguidilla, o una canción tipo andaluz, o un corrido venezolano. Afortunadamente, mi hijo creo que me está prestando atención, y ya no protesta tanto cuando sintonizo mis programas de música selecta. Mi familia, los que me rodean, suelen protestar porque “¿cómo es posible que todo el día tengas puesta música clásica”? Pero yo también protesto. Hay que educar el oído. Nuestros oídos están sometidos en esta ciudad a una polución auditiva que ya está llegando a sus extremos más peligrosos. Poco a poco nos vamos a ir quedando sordos. Afortunadamente, yo vivo al pie del Ávila , el Ávila azul de mis amaneceres, y como casi nunca salgo de mi casa, estoy protegido contra esa polución. Pero usted, por ejemplo, que tiene que salir diariamente para ocuparse de los asuntos de la Orquesta, tiene que soportar el ruido de nuestras calles, las insolentes bocinas, los gritos destemplados y lacerantes de los automóviles, los taladros, el humo tóxico, la podredumbre que nos invade en el subdesarrollo y la macrocefalia ciudadana en que vivimos. Verdaderamente, maestro Abreu, usted es un héroe musical, lo mismo que sus jóvenes acompañantes, pues superan toda esa miseria y semanalmente nos ofrecen unos conciertos que parecen dictados por la más pura sensibilidad, la menos contaminada, la más delicada y perfecta.

Para decir lo que representa para mí la música no puedo hacer otra cosa que recurrir a las imágenes, a la poesía. La música es como un sueño matemático que alguna vez tuvo Pitágoras, y cuyos acordes descienden desde las esferas celestes hasta los oídos de quienes escuchamos conciertos como los que usted dirige y alienta.

La música es energía vital. Es objetiva, porque los instrumentos están sonando allí delante de uno y uno los oye desde afuera hacia adentro. Pero también la música es subjetiva, no solo porque cada director o interprete la visualiza o la ejecuta a su modo y según su sensibilidad, sino porque realmente la música es algo que ocurre en nuestro interior. La prueba máxima es Beethoven cuando se quedó sordo. Yo imagino el cerebro de Beethoven como una prodigiosa caja de resonancia sin ningún contacto con el mundo exterior. Oír la propia música que se compone sin poseer el sentido del oído es una pura cosa de la imaginación musical. La música está en nuestro cerebro casi lo mismo que en un pentagrama o en el violín de Salvatore Accardo, o en el de Paganini. Así me pasa a mí por las noches, en mis largos y dolorosos insomnios. Imagino un tema musical y lo desarrollo, y así consigo dormirme por un rato. Si no puedo hacerlo, pongo la radio o el tocadiscos. Estas cosas pueden ocurrir en las más diversas circunstancias. Recuerdo que una vez, cuando viajaba en tren de Madrid hacia París, el monótono ruido del ferrocarril se me convirtió, por obra y magia de la imaginación creadora, en una ópera de Wagner, ese “genio de los grandes ruidos”, como lo llamó Baudelaire. Fue un hecho prodigioso que yo nunca olvidaré. Durante horas me quedé como adormilado escuchando “Los maestros cantores” en las bielas del ferrocarril. ¿No ha tenido usted, maestro, alguna vez una experiencia semejante?

En todas partes donde he estado (y han sido muchas), siempre me he acompañado de la música, con algún modesto tocadiscos o algún conjunto musical compuesto por amigos míos. Donde más disfruté de este placer fue en Alemania. Alemania es un país de gente muy buena y muy sensible. Pero ellos son como niños (era lo mismo que decía Platón de los griegos) y a veces se dejan pervertir. Pero es un pueblo esencialmente bueno, al que, a pesar de todo, no hay que condenar históricamente. Beethoven era nazi como yo chino. Alemania, sobre todo en la prodigiosa universidad de Friburgo de Brisgovia, donde pasé un año, ofrece una perspectiva al amante de la música que es realmente excepcional. Hay conciertos todos los días. En Frankfort viví durante tres meses en casa de una familia de músicos, que me acogieron muy dulcemente, como si yo fuera el representante de un mundo desconocido. Yo les dije que no sabía tocar piano ni nada, y ellos se encargaron de que yo todos los días oyera un concierto de piano, bien en la propia casa, interpretado por mi amigo Otmar Früauf (¿dónde estará ahora?), o bien en alguna sala de concierto. Y eso que se trataba de un pueblito aledaño llamado Offenbach. Por cierto que este nombre me recuerda a Bach, de quien se están cumpliendo ahora 300 años. Cuando dije lo del “sueño matemático” pensaba en Bach. Espero que la Orquesta que usted dirige se ocupe abundantemente de Bach este año. Se ha dicho de Bach que era un genio matemático en su música. Lo que no se ha dicho es que esa matemática era pura poesía. Porque la poesía, querido maestro, está en todo, y más que nunca en los números. Los números no son una cosa abstracta: están impresos en nuestro cerebro como huellas digitales. El número 8 es algo concreto y sensible.

Cuando yo supe verdaderamente lo que era un número celeste fue cuando me adentré en la catedral de Friburgo de Brisgovia. Esa catedral. Que afortunadamente fue respetada por la guerra, está en una plaza enorme, donde por los domingos venden unas salchichas también enormes, y cerveza. Me gustaba tomarme esa cerveza antes de entrar a la catedral. Una vez dentro de ese recinto gótico, mi ser se desentrañaba. Un sacerdote que después se hizo amigo mío tocaba en el inmenso órgano de tubos las melodías de Bach, oratorios, y toda esa cosa de cantos gregorianos que fueron los que dieron origen a nuestra música de la época moderna. Fue la secuencia musical lo que dio origen a nuestra poesía. Parece mentira, pero la palabra “prosa” fue el inicio de la poesía. Prosa se llamaba al aleluya final de la misa, que era rimado y ritmado. Yo entré en esa catedral como quien hollara suelo sagrado. Y lo era. Una estructura hecha durante siglos, por toda clase de artesanos y artistas, estaba ahí para brindarme el inmenso regocijo de una música celestial. El órgano de las catedrales tiene, como decía Kierkegaard la ventaja de ponernos a pensar todas las cosas desde el punto de vista eterno. La eternidad del instante, como decía ese terrible cristiano que era Miguel de Unamuno, quien no en vano le escribió al Cristo de Velázquez un memorable poema. Yo sentí en esa catedral, escuchando el órgano con la música de Bach, un vértigo. Dicen las sagradas escrituras de David que “el abismo llama al abismo”. Yo, un abismo. Estaba abismado ante aquel abismo de musicalidad. El abismo habla al abismo. En esa catedral, que nunca olvidaré, viví el momento más bello e inteligente de mi vida.

Voy a terminar, querido maestro, esta pequeña carta medio loca y destartalada. No sé si habré dicho barbaridades sobre la música y mi juventud. En todo caso, es un mensaje lleno de amor y de respeto, tanto hacia usted personalmente como a los integrantes de la orquesta Nacional Juvenil. Y terminaré con una misteriosa cita de alguien inesperado: Charles Darwin. El autor de “El origen de las especies”, que era un hombre culto, escribió una vez estas inconmovibles palabras: “Ni el goce de la música, ni la capacidad de producir notas musicales, son facultades que tengan una mínima aplicación para el hombre con referencia a sus hábitos cotidianos de vida: deben ser clasificados por ello, entre las más MISTERIOSAS actividades a que se entrega”.

¿No es cierto que eso hace pensar? Pues bien, lo dejo por ahora con este misterioso pensamiento, y espero verlo algún día personalmente para abrazarle. Suyo, afectísimo,



 De: Filosofía de la Ociosidad (1987)


Ludovico Silva
(Caracas, ). Poeta y ensayista venezolano.