LA ALONDRA
¡Salve tú, que del
suelo
gallarda te desvías,
más que ave, hija del
cielo,
y desde lo alto envías
raudal de no estudiadas
y tiernas melodías!
Rival de nubes leves
vuelas a etéreas salas,
al hondo azul te
atreves,
y tu cántigo exhalas
en el inmenso espacio
sin aquietar las alas.
Radioso cortinaje
decora el sol poniente
y el dorado celaje
hiendes en giro
ardiente,
¡Oh, tú, encarnado
impulso de gozo insuficiente!
Más y más palidece
la púrpura, y tu vuelo
fugaz se desvanece
bajo el tendido velo;
oigo tu voz vibrante, y
en vano verte anhelo,
cual cada aguda flecha
de esa esfera argentada
cuyo foco es estrecha
en la luz dilatada
donde algo el alma
siente y el ojo no ve nada.
Cielos y tierra llena
tu alborozado canto,
como luna serena
rasga el aéreo manto,
y en luz el orbe
envuelve de misterioso encanto.
Nada hay que emule,
nada,
tus potencias ignotas:
no la nube irisada
vertió tan puras gotas
cual de tu pico arpado
caen límpidas notas.
Así, ardiendo en la
santa
lumbre del pensamiento,
el poeta himnos canta,
y a nuevo sentimiento
de asombro o de
esperanza inclina al orbe atento.
Así en feudal palacio
sola una noble dama,
mudo el sereno espacio,
halaga oculta llama
con música doliente que
en torno se derrama.
Luciérnaga de oro
así en la húmeda hierba
de luz vierte un
tesoro,
y del que audaz la
observa
entre la grama y flores
perdida se preserva.
Así la abierta rosa
que el follaje
guarnece,
su fragancia copiosa
al sutil viento ofrece,
que cargadas las alas,
desmaya y se adormece.
Son de lluvia en
verano,
que alegra la natura,
tallo que se irguió
ufano;
en la Tierra, en la
altura,
cuanto hay de gozoso y
bello, se humilla a tu dulzura.
Dime, espíritu o ave,
¿qué piensas de
continuo?
No hay cítara suave
que amor cantando, o
vino,
cual tú arrobarnos sepa
en éxtasis divino.
El canto de Himeneo,
el himno de victoria,
a par de tu gorjeo
magia son ilusoria,
libación breve y vana
de júbilo y de gloria.
¿Qué objetos ignorados
cantando vas? ¿Qué
flores,
fuentes, grutas,
collados,
los tuyos son? ¿Qué
amores
sólo de ti sabidos?
¿Qué ausencia de dolores?
Desecha tu alegría,
cobardes languideces,
negra melancolía;
nunca tú desfalleces;
amas, y no conoces de
amor vulgar las heces.
Velando o adormidos,
muy más que humanas
gentes,
de la Muerte y el
Olvido
hondos misterios
sientes,
y allá tus cantos
ruedan en ondas transparentes.
Hacia atrás y adelante,
tras algo que no
existe,
mira el hombre
anhelante.
¿Qué sonreír no es
triste?
¿A cuál endecha dulce
vago pesar no asiste?
Si fuéramos criaturas,
al dolor y al espanto
ajenas, almas duras
incapaces de
llanto,
¿cómo tu voz celeste
nos deleitara tanto?
Más que humana
elocuencia
que en ecos se dilata,
más que de toda ciencia
que en libros se
recata,
¡desdeñador del Mundo!,
tu arte al poeta es grata.
¡Oh, si parte siquiera
de ese inextinguible
río
de mis labios fluyera
cual mudo me extasío,
absorto el Universo
oyera el canto mío!
Traducción: Miguel Antonio Caro
Percy Bysshe Shelley
(1792 - 1822). Poeta, escritor y ensayista inglés.
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