lunes, 21 de noviembre de 2011

LUDOVICO SILVA


LA CASA DE PEPE Y SANTIAGO


 
René Magritte (1898 - 1967).  Pintor belga. El imperio de la luz, 1954



En medio de esta horrible cosa que es la vida en Caracas, tengo dos amigos que me ofrecen una oportunidad de quietud, serenidad y perfección Espiritual.  Ellos son Pepe y Santiago. Pepe Sellán es un joven poeta español que ha dado bastantes vueltas por el mundo y ha venido a dar con  sus huesos  —que es casi lo único que tiene— a Venezuela, y aquí trabaja en el negocio de libros. La mejor parte de este negocio me la llevo yo, porque Pepe me regala todos los libros que no puede vender, de modo que se ha convertido en mi aprovisionador particular y gratuito. Santiago Pallini es escultor y pintor, es igualmente joven y viene de la Argentina. Se pasa el día entero esculpiendo y pintando, y a veces da clases de su especialidad. Es su negocio (si puede llamarse así a lo que realmente es ocio, lo contrario del negocio); y como de costumbre, la mejor parte del negocio me toca a mí, porque  recibo clases gratuitas de arte escultórico, in vivo e in vitro, y de vez en cuando soy obsequiado con alguna pieza. A cambio, yo les escribo palabras a Pepe y Santiago, que ellos reciben con una alegría tal que me compensa de todos los dolores de ser poeta en esta ciudad y en este país.

Santiago y Pepe viven en una casita situada en el área del Country Club; debe de ser la casa  más modesta de esa región hipebórea. La pagan entre los dos y la mantienen como una especie de isla apartada de todo bullicio. En torno de la casa sólo hay verdor. En el terreno adyacente, Pepe y Santiago han sembrado chayotas, rabanillos, auyamas y otras cosas que ellos consumen cuando les da hambre, que es muy pocas veces. Sus necesidades físicas son muy pocas. No consumen alcohol sino muy de vez en cuando. Su desayuno es una taza de café, bebido en unos pocillos que ellos mismos hacen.

En esa casa sin ruidos, el único sonido que se oye es el de la música: Mozart, Orff, Gluck, Beethoven...

Lo único que yo oí fue el Requiem de Mozart, ese que escribió antes de morir y que dejó inconcluso:   

Una casa encendida
por dentro
con golpes de cincel
en el torso del tiempo,
y un poeta que alumbra una morada
donde brillan callados los recuerdos,
donde el ángel de Mozart
vuela como un espectro
y cuatro soledades se conjuran
para decir cantando el Réquiem nuestro
y el dolor de la vida no se siente
sino como un rumor que va por dentro.
Casa, casa encendida
entre límites verdes y serenos,
no me dejes morir entre la vida,
no me dejes vivir como los muertos;
que tus ladrillos dancen en la tarde
como piedras cantadas por Orfeo,
que tus muros se muevan en la noche
como un pueblo de sueños
y que los cuatro conjurados vivan
toda la eternidad en un momento.

Cosas así puede uno ingenuamente escribir cuando pasa una tarde donde Pepe y Santiago. Allí no se dice una sola palabra de política. Las únicas palabras que se oyen, o bien son los martillazos de Santiago sobre el rebelde mármol, o de otro modo son el rumor casi inaudible de la conversación de Pepe, hecha de la más delicada poesía del mundo.

En medio de esa tranquilidad, caigo yo con todo el peso de mi vida, mis angustias, mis vicios innumerables, mis costumbres antiguas de ciudadano habituado a las grandes urbes podridas. Llevo mis nepentes, y Pepe y Santiago sonríen: a ellos les gusta porque me consideran igual a ellos, aunque mis costumbres sean distintas. Tienen razón. Los poetas forman una familia indestructible. Las diferencias tienen su razón de existir gracias a la semejanza. Yo les digo mis poemas, ellos me dicen los suyos y así nos alimentamos de cosas distintas a las que se venden en los mercados.


 (Texto tomado del libro “Filosofía de la Ociosidad”)


 
Ludovico Silva
(Caracas,  1937 – 1988). Poeta, escritor, filósofo, y ensayista venezolano.

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