jueves, 12 de julio de 2012

OLGA OROZCO




SI ME PUEDES MIRAR



 
Thymournia, seudónimo de Ali Sheikhaleslami (1982). Fotógrafo iraní.




Madre: es tu desamparada criatura quien te llama,

quien derriba la noche con un grito y la tira a tus pies como un telón

caído

para que no te quedes allí, del otro lado,

donde tan sólo alcanzas con tus manos de ciega a descifrarme en medio

de un muro de fantasmas hechos de arcilla ciega.

Madre: tampoco yo te veo,

porque ahora te cubren las sombras congeladas del menor tiempo y la

mayor distancia,

y yo no sé buscarte,

acaso porque no supe aprender a perderte.

Pero aquí estoy, sobre mi pedestal partido por el rayo,

vuelta estatua de arena,

puñado de cenizas para que tú me inscribas la señal,

los signos con que habremos de volver a entendernos.

Aquí estoy, con los pies enredados por las raíces de mi sangre en duelo,

sin poder avanzar.

Búscame entonces tú, en medio de este bosque alucinado

donde cada crujido es tu lamento,

donde cada aleteo es un reclamo de exilio que no entiendo,

donde cada cristal de nieve es un fragmento de tu eternidad,

y cada resplandor, la lámpara que enciendes para que no me pierda

entre las galerías de este mundo.

Y todo se confunde.

Y tu vida y tu muerte se mezclan con las mías como las máscaras de las

pesadillas.

Y no sé dónde estás.

En vano te invoco en nombre del amor, de la piedad o del perdón,

como quien acaricia un talismán,

una piedra que encierra esa gota de sangre coagulada capaz de revivir

en el más imposible de los sueños.

Nada. Solamente una garra de atroces pesadumbres que descorre la tela

de otros años

descubriendo una mesa donde partes el pan de cada día,

un cuarto donde alisas con manos de paciencia esos pliegues que

graban en mi alma la fiebre y el terror,

un salón que de pronto se embellece para la ceremonia de mirarte pasar

rodeada por un halo de orgullosa ternura,

un lecho donde vuelves de la muerte sólo por no dolernos demasiado.

No. Yo no quiero mirar.

No quiero aprender otra vez el nombre de la dicha en el momento

mismo

en el que roen su rostro los enormes agujeros,

ni sentir que tu cuerpo detiene una vez más esa desesperada marea que

lo lleva,

una vez más aún,

para envolverme como para siempre en consuelo y adiós.

No quiero oír el ruido del cristal trizándose,

ni los perros que aúllan a las vendas sombrías,

ni ver cómo no estás.

Madre, madre, ¿quién separa tu sangre de la mía?,

¿qué es eso que se rompe como una cuerda tensa golpeando las

entrañas?,

¿qué gran planeta aciago deja caer su sombra sobre todos los años de

mi vida?

¡Oh, Dios! Tú eras cuanto sabía de ese olvidado país de donde vine,

eras como el amparo de la lejanía,

como un latido en las tinieblas.

¿Dónde buscar ahora la llave sepultada de mis días?

¿A quién interrogar por el indescifrable misterio de mis huesos?

¿Quién me oirá si no me oyes?

Y nadie me responde. Y tengo miedo.

Los mismos miedos a lo largo de treinta años.

Porque día tras día alguien que se enmascara juega en mí a las

alucinaciones y a la muerte.

Yo camino a su lado y empujo con su mano esa última puerta

esa que no logró cerrar mi nacimiento

y que guardo yo misma vestida con un traje de centinela funerario.

¿Sabes? He llegado muy lejos esta vez.

Pero en el coro de voces que resuenan como un mar sepultado

no está esa voz de hoja sombría desgarrada siempre por el amor o por

la cólera;

en esas procesiones que se encienden de pronto como bujías

instantáneas

no veo iluminarse ese color de espuma dorada por el sol;

no hay ninguna ráfaga que haga arder mis ojos con tu olor a resina;

ningún calor me envuelve con esa compasión que infundiste a mis

huesos.

Entonces, ¿dónde estás?, ¿quién te impide venir?

Yo sé que si pudieras acariciarías mi cabeza de huérfana.

Y sin embargo sé también que no puedes seguir siendo tú sola,

alguien que persevera en su propia memoria,

la embalsamada a cuyo alrededor giran como los cuervos unos pobres

jirones de luto que alimenta.

Y aunque cumplas la terrible condena de no poder estar cuando te

llamo,

sin duda en algún lado organizas de nuevo la familia,

o me ordenas las sombras,

o cortas esos ramos de escarcha que bordan tu regazo para dejarlos a mi

lado cualquier día,

o tratas de coser con un hilo infinito la gran lastimadura de mi corazón.




 De: Los juegos peligrosos (1962)
 

Olga Orozco
(1920 – 1999). Poeta argentina.

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