A lo largo del verano Xu pasaba las
horas sin trabajo contemplando aeroplanos desde la falda de un monte cercano a
su casa. Pero llegó un día en que decidió poner todo ese tiempo en otra cosa:
desde entonces, en aquel mismo sitio, se dedicó a leer mientras oía pasar los
aeroplanos cuyos aéreos rugidos lo acompañaban.
Ya desde niño, Xu solía tocar la
flauta en una casa de té propiedad de su tío. Un día, repentinamente, comenzó a
quedarse leyendo en lugar de ir a tocar la flauta. Durante los helados
inviernos del norte, Xu armaba complicados rompecabezas y practicaba
caligrafía. Pronto, el hábito adquirido llenó los meses fríos con nuevos
libros. Y de este modo, que cada vez hallaba más grato, Xu sentía obtener
inmensos remansos, excedentes mayores de tiempo.
Sentido
nuevo este tibio durar de las palabras y, con él, el de las demás cosas que
componen la vida.
Las sonoridades de su alma se vieron
incrementadas. Cambió la sutil sensación del ocurre.
En cierta ocasión, Xu reveló que todo
se lo debía a su padre, rico pero casi analfabeto.
-¿Cómo es esto?—le preguntaron.
-Su patrimonio hizo posible mi ocio—contestó
-.
Y el ocio fue mi destino.
Al morir tenía noventa y nueve años y
una biblioteca con diez mil volúmenes.
El Viajero
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