LA VIDA LITERARIA
Subimos la escalera
estrecha de Marianne Moore,
hasta su alcoba en
Brooklyn, un nido como un cajón de sastre.
La más delicada
reliquia de americana.
Su conversación, un
alfiler
incansable zurciendo
sin parar
una cota de malla con
flores de estambre,
pájaros y peces del
arrecife
en el fosfórico alambre
de latón.
Su cara, una minúscula
madeja americana
sobre un huso.
Su voz, el ronroneo
intermitente de una rueca.
Luego la obligatoria
moneda
para el metro
de vuelta a nuestra dura
vida cotidiana.
¿Por qué o habríamos de
quererla?
Le enviaste copias al
carbón de algunos de tus poemas.
Todo en ellos
—la penumbra fantasmal,
la constricción,
el aire acondicionado
del la Campana de Cristal—hizo que
le faltara el aire y la
alegría. Te los devolvió.
(Quien tenga su carta
tiene sus exactas palabras.)
«Como parecen ser
copias de valor
(algo ensuciadas) no
las copiaré.»
Recibí el impacto de
aquel «copiaré»
tan preciso, como una
brizna de cristal
partida y clavada en mi
pulgar.
Te echaste a llorar
y te arrojaste uno o
dos pisos
más allá del Empíreo.
En mis brazos, te subí
de nuevo.
Y ella, Marianne,
envarada, brusca,
dura y limpia como una
hormiga,
se deslizó en el
segundo o tercer círculo
de mi Infierno.
Una década después, en
su visita última a Inglaterra,
presidiendo la corte,
en una fiesta, estaba sentada
y encorvada sobre sus
rodillas, su cara,
bajo el pétalo fláccido
de su enorme sombrero,
delicada y brillante
como una escama de confeti.
Quería hacerme saber,
insistió
(era lo único que
quería decir)
con aquella aguja de
Missouri dando precisas
puntadas en mi oído,
que tu breve y casi
póstuma memoria
«OCEAN 1212»
era «tan maravillosa,
tan luminosa, tan maravillosa».
Se inclinó tanto que
tuve que arrodillarme. Me arrodillé
y acerqué mi cara a su
cara vuelta
que parecía más
diminuta que nunca.
La estudié, como a
través de una mirilla.
Sus labios me
recordaron el monedero de una niña
hecho con piel de
lirón.
Su mejilla, como si
hubiese espolvoreado la arrugada seda
del ala de un
murciélago.
Y escuché, serio como
un cementerio,
mientras ella buscaba
la tumba
donde depositar su
pequeña corona de flores.
Traducción de Luis Antonio de Villena
We climbed
Marianne Moore´s narrow stair
To her
bower-bird bric-á-brac nest, in Brooklyn.
Daintiest curio relic of Americana.
Her talk, a
needle
Unresting—darning
incessantly
Chain—mail with
crewel—work flowers,
Birds and
fish of the reef
In phosphor—bronze
wire.
Her face,
tiny American treen bobbin
On a spindle,
Her voice the
flickering hum of the old wheel.
Then the
coin, compulsory,
For the
subway
Back to our
quotidian scramble.
Why shouldn´t
we cherish her?
You sent her
carbon copies of some of your poems,
Everything
about them—
The ghost
gloom, the constriction,
The bell-jar
air-conditioning—made her gasp
For oxygen
and cheer. She sent them back.
(Whoever has
her letter has her exact words.)
´Since these
seem to be valuable carbon copies
(Somewhat
smudged) I shall not engross them.´
I took the
point of that ´engross them.´
I took the
point of that ´engross ´
Precisely,
like a bristle of glass,
Snapped off
deep in my thumb.
You wept
And hurled
yourself down a floor or two
Further from
the Empyrean.
I carried you
back up.
And she,
Marianne, tight, brisk,
Neat and hard
as an ant,
Slid into the
second or third circle
Of my
Inferno.
A decade
later, on her last visit to England,
Holding court
at a party, she was sitting
Bowed over
her knees, her face,
Under her
great hat-brim´s floppy petal,
Dainty and
bright as a piece of confetti—
She wanted me
to know, she insisted
(It was all
she wanted to say)
With that
Missouri needle, drawing each stitch
Tight in my ear,
That your
little near—posthumous memoir
´OCEAN 2012´
Was ´so wonderful,
so lit, so wonderful´—
She bowed so
low I had to kneel. I kneeled and
Bowed my face
close to her upturned face
That seemed
tinier than ever,
And studied,
as through a grille,
Her lips that
put me in mind of a child´s purse
Made of the
skin of a dormouse,
Her cheek, as
if she had powdered the crumpled silk
Of a hat´s wing.
And I
listened, heavy as a graveyard
While she
searched for the grave
Where she
searched for the grave
Where she
could lay down her little wreath.
De: Cartas de
cumpleaños
Ted Hughes
(1930-1998).
Poeta inglés.
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