ESE ES MI NOMBRE
Francisco me nombran,
ésa es mi gracia
y soy de estos lugares,
nací en esta tierra
llamada tierra de nubes
un día dieciséis de septiembre
de mil novecientos treinta, entre
los árboles, los bosques y un viento
que salía a menudo
de unas vasijas gigantes
y se ponía a dar carreras
por la cercana plaza.
Vine al mundo
escoltado por insectos luminosos,
ardillas y lagartos.
Pocos días después de mi nacimiento
unas lechuzas y unas serpientes
me secuestraron
y me ocultaron en un recodo de los campos.
En ese lapso no me vieron mis padres.
Cuando a poco tiempo
me liberaron mis secuestradoras,
crucé el páramo
acostado en las faldas de mi madre
que iba a caballo
en una yegua flaca y castaña.
Así llegué a una vecina aldea.
Diríase que me raptaron los pájaros
y en una nueva comarca me asentaron.
Crecieron mis pies
por montes y barrancos, enredados
entre una hierba rala
y andrajosa y una vegetación
espectral que gemía día y noche
trepando por las tapias.
De trecho en trecho una acequia
muy triste que cruzaba el solar
me amarraba las piernas,
me tumbaba sobre los matorrales
y luego como una sibila me arrullaba.
Mi cuerpo poco a poco se fue alargando
en las mesetas detrás de aquellos
papagayos que escribían en la esfera
celeste signos indescifrables
y en cuyas colas me colgaba.
Por mucho tiempo fueron los papagayos
mi cordón umbilical.
Un día, un día sus hilos me arrastraron
en carrera desenfrenada
por la meseta más grande.
Entonces me fui elevando, me fui alejando
de la tierra, y volviendo repetidas veces
los ojos hacia atrás,
la veía ahora no sin cierto sobresalto,
embrujado sobrevolaba las distancias.
Sin darme mucha cuenta me fui convirtiendo,
casi insensiblemente, en un punto remoto
apenas discernible en los espacios.
Así transcurrieron muchos años
de una existencia aventurera y ávida.
Con suma felicidad
y arropado con las capas del cielo
hubiera pasado allí toda la vida
descifrando aquella escritura
y haciéndole señales al mundo
con una lámpara blanca
a ratos muy agitada entre mis manos.
Correteaba por la luna.
El silbido de los astros
era la flauta mágica que me retenía
en tan altos lugares.
En mi familiaridad con las estrellas
los ruidos del suelo no laceraban mis oídos.
Hablaba en voz alta a las constelaciones.
Vivía en suspenso una hazaña fugitiva
que hubiera querido eternizar.
El viento giraba más abajo.
Al cabo de los años, desplomado
en el traspatio de la casa, encima
de unos cactus y unos pretiles rotos,
con las ropas astrosas
y las encías desdentadas, encontraron,
víctima de una imposible enfermedad,
a un hombre muy viejo
y arrugado que aferraba unos escombros
de papel contra su pecho
y los cuales podrían ser un papagayo.
De: Los ritos secretos
Francisco Pérez Perdomo
(Boconó, 1930-2013) Poeta venezolano.
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