martes, 30 de julio de 2013

MARÍA ZAMBRANO

APUNTES SOBRE EL TIEMPO Y LA POESÍA

Atelier-Aristide Maillol, 1936 por-Brassaï




El arte parece ser el empeño en descifrar o perseguir la huella dejada por una forma perdida de existencia. Testimonio de que el hombre ha gozado alguna vez de una vida diferente. Pero en esta persecución las artes de la palabra parecen encerrar la clave más que las plásticas, siempre más de este mundo, más adaptadas a la realidad que se nos ofrece. La razón no es difícil de encontrar; las artes plásticas tienen menos que ver con el tiempo; su apariencia, por el pronto, es espacial y no sucesiva; su goce no es a la par una realización.
   Y en la vida humana lo decisivo es el tiempo. Más, el tiempo en que vivimos parece ser ya el producto de una escisión. De ahí el irresistible afán, nacido de la nostalgia, de ese tiempo perdido, que si en algún arte se refleja es en la poesía porque ella parece procurar su posible resurrección, dentro de este tiempo en decadencia.
   La poesía primera que nos es dado conocer es lenguaje sagrado, más bien el lenguaje propio de un periodo sagrado anterior a la historia, verdadera prehistoria. Palabras sagradas que hoy oímos todavía en las fórmulas de la Religión; pero ellas para el creyente no son poesía sino misteriosa verdad. La palabra sagrada es operante, activa ante todo; verifica una acción indefinible, porque no es un acto determinado y concreto, sino algo más; algo infinitamente más precioso e importante, acción pura, libertadora y creadora, con lo cual guardará parentesco siempre la poesía. Toda poesía tendrá siempre mucho de este primer lenguaje sagrado; realizará algo anterior al pensamiento y que el pensamiento no podrá suplir cuando no se verifique.
   En el lenguaje sagrado la palabra es acción. Son fórmulas que hacen abrirse un espacio antes inaccesible. La acción de lo sagrado es la que parece proporcionarnos este espacio, verdadero «espacio vital», pues es la posesión de nuestro tiempo y la manera de que las diferentes clases de seres y cosas entren en contacto con nosotros; es la accesibilidad de las diferentes maneras de la realidad. De ahí  la imagen inveterada de unas puertas que se abren ante una fórmula sagrada o ante un conjuro mágico, remedo de la verdadera acción. Hay un libro venerable que por tantos motivos puede ser considerado el origen de la poesía: EI Libro de los Muertos, de Egipto. La momia perfecta se presenta ante sus jueces; al final de cada examen son pronunciadas las palabras sagradas, sacramentales: «Pasa; eres puro» y le es franqueada una puerta, espacios cerrados hasta ese instante, espacios de los que entra en posesión al par que de su libertad; zonas de una realidad hasta entonces oculta, vedada. Y este espacio y esta realidad si pueden ser gozados tienen que haber sido sentidos en su privación, por ese «eros», apetito que no se dirige a cosa alguna en particular, sino a una realidad presentida en el recuerdo.
  
Porque estos espacios cuando se abren han de ser sentidos no como conquistados, sino como recuperados, puesto que se ha vivido con la angustia de su ausencia; la nostalgia de lo que nunca se ha tenido hace sentir cuando al fin se lo goza, como un volver a tenerlo.
   Poeta es el hombre devorado por la nostalgia de estos espacios, asfixiado más que ningún otro por la estrechez del que se nos da, ávido de realidad, de intimidad con todas sus formas posibles. La poesía pretende ser un conjuro para descubrir esa realidad, cuya huella enmarañada encuentra en la angustia que precede a la creación.
Arthur Rimbaud
   Y de ahí, el espejismo que le ha hecho sentir al poeta moderno la nostalgia de su infancia, y que ha producido en muchos críticos o teorizantes la idea de que la poesía sea levadura de la infancia. Porque el hombre moderno se ha acostumbrado a situarlo todo en su historia individual, en la historia que le hace individuo. Pero los poetas más lúcidos como Rimbaud no parecen, a pesar de todo, haberse engañado nunca (1); saben que su nostalgia es de un tiempo anterior a todo tiempo vivido y su afán por la palabra, afán por devolverle su perdida inocencia. Adoradores de la inmaculada concepción de la palabra, de la palabra inocente, de pureza activa, de la palabra en el orden de la creación.
   Hay un momento peligroso para la existencia y suerte de la poesía: el de la épica. Cuando el hombre se lanza hacia su historia, cuando inaugura el modo de vivir histórico que conocemos, la poesía le acompaña. Es cuando nace la poesía propiamente dicha, cuando independizándose deja de ser lenguaje sagrado para ser poesía, lenguaje humano. Será entonces memoria; memoria que guarda la imagen de una Edad de Oro y que atesorará las hazañas del tiempo histórico,  mediadora entre estos dos tiempos; el histórico y el de la Edad Dorada o Paraíso Perdido. Y mientras la razón se dirigirá ante todo, al porvenir, de esencia previsora, la poesía será ya para siempre memoria; memoria, aunque invente. Y esta memoria dignificará la historia real, y será una forma de piedad que compense de la crueldad del recién llegado, de las nuevas generaciones que suben a la vida. Memoria piadosa del antepasado que domará al recién venido.
Alphonse Osbert 
   Tras de la Épica nace la Lírica, que es, esencialmente, Elegía, llanto y que corresponde a la existencia individual, del hombre que vive como individuo una vida hermética y deleznable; sintiéndose perecedero, sintiendo perecedero todo lo que toca. Llanto por lo que huye, llanto por lo que no acaba de mostrarse; por la imperfecta posesión y la manchada castidad, por la inocencia perdida sin compensación.
   En esta vida que da nacimiento a la Elegía el problema del tiempo aparece más agudizado que nunca. Es como si solamente se viviese en lo pasajero, consumido por el espectáculo de su paso, gozando de la realidad justamente lo que en ella sin cesar se marchita. La poesía lo llora; luego recordando, intentará crear la imagen mágica del tiempo sagrado por una forma de lenguaje activo, creador. Seguirá buscando la inocencia de la palabra, y lo hará ahondando más y más en el interior de nuestra hermética vida hasta encontrar un cierto espacio, lago de calma y quietud; ese punto, ese centro desde el cual es posible poseerlo todo, sin perderlo ya más. Es, será cada vez más, su ilusión. La palabra se volverá hacia lo que parece ser su contrario y aun enemigo: el silencio. Querrá unirse a él, en lugar de destruirle. Es «música callada», «soledad sonora», bodas de la palabra y el silencio. Pero al retroceder hasta el silencio ha tenido que adentrarse en el ritmo; absorber, en suma, todo lo que la palabra en su forma lógica parece haber dejado atrás. Porque solamente siendo a la vez pensamiento, imagen, ritmo y silencio parece que puede recuperar  la palabra  su inocencia perdida, y ser  entonces pura acción, palabra creadora.



1-    El respeto al «sagrado desorden» de su espíritu no es la complacencia en el desorden del «enfant terrible»— como sugiere Cocteau en su caricatura del poeta—. Cocteau ofrece la versión para la burguesía—sin riesgo—del poeta sagrado y maldito a lo Rimbaud.



De: Hacia un saber sobre el alma (Alianza Literaria).






María Zambrano

(1904-1991). Filósofa y ensayista española.

No hay comentarios: