martes, 3 de abril de 2012

HANNI OSSOTT



VIAJE AL INTERIOR DEL HOMBRE: ALMA Y POESÍA


 
Vincent van Gogh (1853-1890). Pintor holandés. Amapolas y mariposas. 


 “La cuestión de lo que pueda ser el arte
en sí mismo no puede ser respondida
por el psicólogo…”
C. G. Jung


La poesía moderna se inaugura desde una boda: alma y poesía. El poeta deja de ser poeta de cantos épicos y descriptivos para adentrarse en el alma. ”Yo soy otro” —dijo Rimbaud.  Lo otro comienza a hablar. La gran vasija del alma se abre, desde sus nocturnidades, desde sus imprecisiones y balbuceos, desde su falta de significado. El poeta Carl Sandburg al ser preguntado por el significado de uno de sus versos dijo:”Sólo Dios lo sabe”.

     El proceso creador es una experiencia límite. Se tocan allí fronteras. Entre la frontera habita la máscara, esa necesaria para devolverse a la luz de la conciencia y atraer la imagen que se ha robado el abismo. En este sentido ocurre igual que con Edelweiss, esa florecilla que los alpinistas roban a la altísima montaña como testimonio de su riesgo.

     En la experiencia límite el estado es de escucha. El poeta recibe las voces del alma, a veces completamente enajenado, como Rimbaud.  Rilke no compuso las Elegías de Duino, le fueron dictadas. Oyó su visión interior, sus paisajes. Pareciera que el cuenco del alma en el poeta ascendiera para ser expresado  y el misterio, lo impreciso, lo oculto adquieran fisonomía. Nosotros no podemos precisar cuándo eso llega, esto permanece en el misterio hasta para los más grandes psicólogos. Sabemos que el proceso creador surge de una suerte de maceración de los contenidos psíquicos en el alma. Un madurar. Un tiempo propicio, aventurado, a veces azaroso. Y sobre todo una escucha. Porque la palabra es ritmo, música, canto. Y las imágenes nos llegan con su propio ritmo. Con el movimiento apropiado de su cuerpo, de su configuración.

     Descender allí, desde las alturas diurnas de la consciencia a esa zona mediana  y crepuscular, otorga alegría al poeta. Habrá entonces para él un festín. Los dioses —porque no puede ser de otro modo— le otorgan el beneficio de probar riquezas. No importa cuán fuerte pueda ser el plato. Horror, dicha, hastío, pasión. Frente a ello debe conservar el pie en la frontera para no sucumbir. Amarrado al mástil debe rezar la letanía que lo mantiene al barco. Y es que la poesía es también la práctica de un ritual. El mismo sitio, el mismo escritorio, la misma pluma. El mismo miedo que nos invita a separarnos del papel, lo que nos queremos hablar con los otros ese día para que no nos disturbe.

     Lo que no queremos escuchar de la poesía misma…porque hiere.

     La poesía es riesgo puesto en el alma. Desde el alma vivimos en el riesgo. Todo en ella es aparentemente inconcluso, provisional, equívoco, sombrío. La moralidad no entra en ella. Por eso la poesía es amoral, carnal, sangrante, doliente. Ni el alma ni la poesía están hechas para los acomodados. Pocos políticos acuden a ella, apenas recitan versos en recepciones y espectáculos. Quienes se entregan al alma y a la poesía trabajan desde la imagen del marinero que lucha en el mar. Adivinando, profiriendo invocaciones, escuchando la caracola.

     Y el mar está allí, para hundirnos, revolcarnos, golpeando costa y puerto, playa… Porque él es también la Gran Madre, el ritmo de la voz femenina, el alma de la poesía. Lo andrógino en perfecto casamiento.

De: Cómo leer la poesía


 
Hanni Ossott
(Caracas, 1946 – 2002). Poeta, ensayista, traductora y docente universitaria venezolana.
  

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