domingo, 22 de abril de 2012

GABRIEL MANTILLA CHAPARRO



RAFAEL ALBERTI. LA ARBOLEDA PERDIDA


Michael kenna (1953). Fotógrafo inglés. 




El poeta Rafael Alberti, español como Cervantes, quien nació en el Puerto de Santa María, en la Provincia de Cádiz, en 1902 y falleciera el año pasado (1999), a la edad de 80 años, nos transmite un cúmulo de recuerdos y emociones vividas en un melancólico lugar habitado de retamas blancas y amarillas, que llamaban la “arboleda perdida”. Justo nombre, porque así es la vida, una arboleda perdida en el fugaz paso de los años; la vida como un viejo bosque en el que todo sucede, en el que avanza el furioso o callado tiempo. Entonces el poeta escucha con los ojos y mira con los oídos, y en silencio observa la juiciosa marcha de los días y las noches, el signo de las huellas, las voces, la memoria larga de rostros, músicas, sombras, perfumes, vividos con los parientes en los cuales corre la sangre como una escritura que nunca se borra, hasta el día en que se cierra el parque de la existencia.

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Rafael Alberti

Nacido un 16 de diciembre, en el puerto situado a la desembocadura del Río del Olvido; nieto de abuelos italianos y de abuelas irlandesas, a quienes busca entre sus recuerdos. Cosecheros de vinos, grandes burgueses, impenitentes viajeros a países adónde exportaban sus vinos. Tiempos aquellos que fueron cayendo lentamente, “quedándose sin pulso, arrastrándose fijos, como una rama muerta”. Intenta recordar a su Padre, quien siempre estaba de viaje por motivo de negocios, razón por la cual vive siempre junto a su madre y sometido en cierta forma al “tiránico reinado de los tíos”, tenaces, presentes, acosadores, inoportunos y delatores. Los mismos que se escandalizaron cuando se supo que el poeta tenía novia, y le acusaban de llegar tarde a los oficios religiosos hasta lograr que fuera expulsado del Colegio Jesuita de San Luis Gonzaga. Eran los tiempos de la cartilla que se leía y el catón con que castigaban las maestras a sus discípulos, con la aprobación de los mayores, pues para ellos el maestro jamás se equivocaba. El poeta confiesa haber amado a su madre –pese a lo severa que fue y lo ciega que se mostró ante las intrigas de los insufribles tíos- y piensa en ella con cariño, aunque la temiera más “que a una vieja espada enfurecida”.

“De muchos azules está llena mi infancia”, dice el poeta, “azules delantales, blusas marineras, cielos, río, bahía, islas, barcas, aires, abrí los ojos y aprendí a leer”. Yo no puedo precisar ahora en qué momento las letras se me juntan formando palabras, ni en qué instante estas palabras se asocian y encadenan revelándome un sentido. ¡ Cuántas oscuras penas y desvelos, cuántas lágrimas contra el rincón de los castigos, cuántas tristes comidas sin postre siento hoy con espanto que se agolpan....”

“¿Cómo era mi madre en esta época tan lejana? Alta y blanca: muy hermosa. Se llamaba María. Vivía sola casi siempre, porque mi padre siempre andaba de viaje...”. Cultivaba un bello jardín siempre colmado de narcisos, anémonas, pasionarias, siemprevivas y sabía todo sobre la poda de los rosales” ; y le enseñaba al poeta los nombres de todas las florecillas. “Era una casa de losas encarnadas y un gran naranjo en el centro”.

Recuerda el poeta los “Belén” o pesebres que hacía Federico, un hombre de pueblo que trabajaba en una bodega, y era quien “guardaba la llave de la Navidad”, pues sus pesebres eran magníficos y no aceptaba sugerencias o ideas de nadie. También el tío Vicente hacía unos bellos para complacer a su tía Josefa, que se inclinó poco a poco hacia los santos y los pobres del barrio de la Rosa.

Voces de la sangre que se fueron apagando y perdiendo gracias al cruento latigazo de la guerra, sobre lo cual el poeta reflexiona de un modo que bien pudiera servirnos de advertencia a quienes creamos que es cosa de niños jugar a la destrucción del Otro. Todos, seres amados, con sus equívocos y aciertos, pero amados al fin, a quienes devoró la vorágine imbécil del odio y la rapiña. Nos dice el poeta Rafael Alberti, al recordarlos y añorarlos:

“¡Cuánta familia hundida! ¡Horrible herencia de escombros y naufragios! Los seres más queridos de mi infancia y años juveniles flotan por el fondo de esas tristes pavesas, perdidos para siempre, muerta ya en mí la esperanza de verlos algún día, firmes, sobre la luz. Por esos mares de desgracia ruedan, como ahogados vivientes, mis hermanos y hermanas, mis primos, multitud de lejanos amigos de colegio y, lo más doloroso, maestros admirados, compañeros de generación literaria, gentes de las que aún siento en mí su eco, de las que aún me reconozco retazos de sus voces y ademanes”

¡Con qué fuerza y dolor, con qué sentido de desesperanza y absurdo, recuerda el poeta a los seres que derramó la guerra!. Obtuvo los mayores premios por su Poesía, incluso el Nobel, pero no obtuvo el más importante, el derecho a vivir sin tanta ausencia, el de reposar alguna vez en la feliz certidumbre de que los seres que amó estaban bien, aunque nunca más pudiese volver a verlos, abrazarlos, tocarlos, sentir su risa, su aliento, su llanto.

Pero como todas las cosas, siempre hay un testigo de todo. Nada viene sin que pueda rendirse testimonio de ello. Hasta el silencio es a veces, un importante testigo. ¡Qué decir cuando el silencio habla a través de una voz y una poesía como la de Rafael Alberti!, cuando de esa arboleda perdida de la vida surge una palabra luminosa que aún desde lo más oscuro extrae su propia luz para mostrarnos un camino que nos lleve a la más densa sustancia de la PAZ!


De Vivir a Pulso


Gabriel Mantilla Chaparro.
(Cali, 1954). Poeta,  ensayista y docente universitario venezolano.


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