LA CORONA EN EL MONTEPÍO
Me gustan los héroes cuando son
olvidados, en el ocaso de su gloria, cuando las hojas de laurel de su corona se
arrugan como una col. Entonces es un hombre reducido a su pequeña y exacta
dimensión humana, a la soledad sin futuro, con todo su ser arrastrando un
pasado cuyo esplendor se extingue y se hunde en el olvido. Su vida es un
presente recuerdo. El general vive de su batalla, el político del poder, el
campeón de su hazaña y el redentor de sus profecías que no salvaron a nadie pero que lo libraron a él
del martirio. La gloria del héroe es efímera y risible. Lo trágico es que al
coronarlo para inmortalizar su aventura, su corona pesa como una lápida y
eclipsa el sol de su gloria. A partir de entonces los buitres de la publicidad
que se alimentaban de él, abandonan su presa a la indiferencia, y la pobre
carroña se pudre en el olvido, sin fotógrafos, sin un micrófono para decir su
última opinión, que por lo demás a nadie interesa. A su última hazaña que es
morirse no asisten los periodistas, muy ocupados en devorar al sucesor de moda.
En el mejor de los casos una mujer de luto pondrá una flor anónima sobre su
tumba, símbolo de un amor imposible, del que no queda sino un álbum de recortes
que cierra una nota de defunción, cuya estupidez es indigna hasta de un perro.
Y sin embargo, hay poetas que suspiran a la luna por ser coronados, y sin duda
lo merecen, por perros.
De: Café y confusión
Gonzalo Arango
(1931-1976). Poeta y
escritor colombiano.
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