UN NARRADOR EN LA
INTIMIDAD
Mi cocina literaria es, a menudo, una pieza vacía en donde ni siquiera
hay ventanas. A mí me gustaría, por supuesto, que hubiera algo, una lámpara,
algunos libros, un ligero aroma de valentía, pero la verdad es que no hay nada.
A veces, sin embargo, cuando soy víctima de irrefrenables ataques de
optimismo (que finalizan, por otra parte, en alergias espantosas) mi cocina
literaria se transforma en un castillo medieval (con cocina) o en un
departamento en Nueva York (con cocina y vistas de privilegio) o en una ruca en
los faldeos cordilleranos (sin cocina, pero con una fogata). Metido en estos
trances generalmente hago lo que hace toda la gente: pierdo el equilibrio y
pienso que soy inmortal. No quiero decir inmortal literariamente hablando, pues
esto sólo lo puede pensar un imbécil y a tanto no llego, sino literalmente
inmortal, como los perros y los niños y los buenos ciudadanos que aún no se han
enfermado. Por suerte, o por desgracia, todo ataque de optimismo tiene un
principio y un final. Si no tuviera final, el ataque de optimismo se
convertiría en vocación política. O en mensaje religioso. Y de ahí a sepultar
libros (prefiero no decir "quemarlos" porque sería exagerar) hay un
solo paso. Lo cierto es que, al menos en mi caso, los ataques de optimismo se
acaban, y con ellos se acaba la cocina literaria, se desvanece en el aire la
cocina literaria, y sólo quedo yo, convaleciente, y un ligerísimo aroma de
ollas sucias, platos mal rebañados, salsas podridas.
La cocina literaria, me digo a veces, es una cuestión de gusto, es decir
es un campo en donde la memoria y la ética (o la moral, si se me permite usar
esta palabra) juegan un juego cuyas reglas desconozco. El talento y la
excelencia contemplan, absortas, el juego, pero no participan. La audacia y el
valor sí participan, pero sólo en momentos puntuales, lo que equivale a decir
que no participan en exceso. El sufrimiento participa, el dolor participa, la
muerte participa, pero con la condición de que jueguen riéndose. Digamos, como
un detalle inexcusable de cortesía.
Mucho más importante que la cocina literaria es la biblioteca literaria
(valga la redundancia). Una biblioteca es mucho más cómoda que una cocina. Una
biblioteca se asemeja a una iglesia mientras que una cocina cada día se asemeja
más a una morgue. Leer, lo dijo Gil de Biedma, es más natural que escribir. Yo
añadiría, pese a la redundancia, que también es mucho más sano, digan lo que
digan los oftalmólogos. De hecho, la literatura es una larga lucha de
redundancia en redundancia, hasta la redundancia final.
Si tuviera que escoger una cocina literaria para instalarme allí durante
una semana, escogería la de una escritora, con la salvedad de que esa escritora
no fuera chilena. Viviría muy a gusto en la cocina de Silvina Ocampo, en la de
Alejandra Pizarnik, en la de la novelista y poeta mexicana Carmen Boullosa, en
la de Simone de Beauvoir. Entre otras razones, porque son cocinas que están más
limpias.
Algunas noches sueño con mi cocina literaria. Es enorme, como tres
estadios de fútbol, con techos abovedados y mesas interminables en donde se
amontonan todos los seres vivos de la tierra, los extinguidos y los que dentro
de no mucho se extinguirán, iluminada de forma heterodoxa, en algunas zonas con
reflectores antiaéreos y en otras con teas, y por supuesto no faltan zonas
oscuras en donde solamente se vislumbran sombras anhelantes o amenazantes, y
grandes pantallas en las cuales se observan, con el rabillo del ojo, películas
mudas o exposiciones de fotos, y en el sueño, o en la pesadilla, yo me paseo
por mi cocina literaria y a veces enciendo un fogón y me preparo un huevo
frito, incluso a veces una tostada. Y después me despierto con una enorme
sensación de cansancio.
No sé lo que se debe hacer en una cocina literaria, pero sí sé lo que no
se debe hacer. No se debe plagiar. El plagiario merece que lo cuelguen en la
plaza pública. Esto lo dijo Swift, y Swift, como todos sabemos, tenía más razón
que un santo.
Así que este punto queda claro: no se debe plagiar, a menos que desees
que te cuelguen de la plaza pública. Aunque a los plagiarios, hoy en día, no
los cuelgan. Por el contrario, reciben becas, premios, cargos públicos, y, en
el mejor de los casos, se convierten en bestsellers
y líderes de opinión. Qué término más extraño y feo: líder de opinión. Supongo
que significará lo mismo que pastor de rebaño, o guía espiritual de los
esclavos, o poeta nacional, o padre de la patria, o madre de la patria, o tío
político de la patria.
En mi cocina literaria ideal vive un guerrero, al que algunas voces
(voces sin cuerpo ni sombra) llaman escritor. Este guerrero está siempre
luchando. Sabe que al final, haga lo que haga, será derrotado. Sin embargo
recorre la cocina literaria, que es de cemento, y se enfrenta a su oponente sin
dar ni pedir cuartel.
De: Entre paréntesis
Roberto Bolaño
(Santiago de Chile, 28 de
abril de 1953 – Barcelona, 15 de julio de 2003). Escritor y poeta chileno.
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