miércoles, 22 de mayo de 2013

OLGA OROZCO



NO HAY PUERTAS

 
Andreea Anghel (1990). Fotógrafa rumana.



Con arenas ardientes que labran una cifra de fuego sobre el tiempo,

con una ley salvaje de animales que acechan el peligro desde su

madriguera,

con el vértigo de mirar hacia arriba,

con tu amor que se enciende de pronto como una lámpara en medio de

la noche,

con pequeños fragmentos de un mundo consagrado para la idolatría,

con la dulzura de dormir con toda tu piel cubriéndome el costado del

miedo,

a la sombra del ocio que abría tiernamente un abanico de praderas

celestes,

hiciste día a día la soledad que tengo.

Mi soledad está hecha de ti.

Lleva tu nombre en su versión de piedra,

en un silencio tenso donde pueden sonar todas las melodías del infierno;

camina junto a mí con tu paso vacío,

y tiene, como tú, esa mirada de mirar que me voy más lejos cada vez,

hasta un fulgor de ayer que se disuelve en lágrimas, en nunca.

La dejaste a mis puertas como quien abandona la heredera

de un reino del que nadie sale y al que jamás se vuelve.

Y creció por sí sola,

alimentándose con esas hierbas que crecen en los bordes del recuerdo

y que en las noches de tormenta producen espejismos misteriosos,

escenas con que las fiebres alimentan sus mejores hogueras.

La he visto así poblar las alamedas con los enmascarados que inmolan al

amor

-personajes de un mármol invencible, ciego y absorto como la distancia-,

o desplegar en medio de una sala esa lluvia que cae junto al mar,

lejos, en otra parte,

donde estarás llenando el cuenco de unos años con un agua de olvido.

Algunas veces sopla sobre mí con el viento del sur

un canto huracanado que se quiebra de pronto en un gemido

en la garganta rota de la dicha,

o trata de borrar con un trozo de esperanza raída

ese adiós que escribiste con sangre de mis sueños en todos los cristales

para que hiera todo cuanto miro.

Mi soledad es todo cuanto tengo de ti.

Aúlla con tu voz en todos los rincones.

Cuando la nombro con tu nombre

crece como una llaga en las tinieblas.

Y un atardecer levantó frente a mí

esa copa del cielo que tenía un color de álamos mojados

y en la que hemos bebido el vino de la eternidad de cada día,

y la rompió sin saber, para abrirse las venas,

para que tú nacieras como un dios de su espléndido duelo.

Y no pudo morir

y su mirada era la de una loca.

Entonces se abrió un muro

y entraste en este cuarto con una habitación que no tiene salidas

y en la que estás sentado, contemplándome, en otra soledad

semejante a mi vida.



De: Los juegos peligrosos (1962)





Olga Orozco
(1920-1999). Poeta argentina.

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