UN SEDUCTOR DIARIO
A veces soy
feliz, especialmente cuando amo. Dejo que la vida me pase por los ojos y me
dejo existir con una pasividad que no hace resistencia al temor ni a la idea de
morir. El espíritu de inquietud cede sus furores al silencio, y una especie de
bruma adormece las impaciencias del alma.
Pero el amor,
aunque es mi sentimiento más creativo, no puede ser nunca la imagen de un amor
feliz. Tiene que ser, necesariamente, un sentimiento de turbación, de ruptura.
Tenerlo a distancia para conquistarlo, en esa lucha radica su belleza. Poseer
plenamente un ser es destruirlo. Así, un sol deslumbrante destruye la luz,
sofoca la mirada y arruina el esplendor de los objetos. La posesión es mortal
al deseo, le roba su encanto, su misterio, ese misterio que es la esencia del
amor, su arma más seductora. Por eso, la mujer que oculta su identidad en un
antifaz, es excitante hasta la locura: estimula nuestra pasión de posesión,
nuestra pasión creadora. Su ocultamiento se abre como un desafío a nuestra sed
de conquista.
La mujer, al
entregar su amor, debe conservar para sí una zona inédita, de penumbra, ésa que
el hombre descubrirá después de la posesión, que casi siempre deja en el
espíritu un sentimiento de rendición y nostalgia.
Si en ese proceso
de la conquista esa zona se ilumina con la plenitud, los amantes deben
renovarla, crearle al cielo de la pasión una nueva estrella y una nueva
distancia. Y así, el proceso creador del amor se hará infinito, y el sexo
dejará de ser un reclamo transitorio del instinto, para convertirse en un poema
de vida y atormentada belleza que sellará su duración, salvándose de las
amenazas de la rutina y el tedio.
No proclamo la
astucia y la traición que son armas fraudulentas del amor pueril. Quiero
excitar a la mujer a una rebelión de su naturaleza para que se sacuda los
complejos seculares de la burda dominación que la tienen sometida a un destino
miserable de objeto erótico y justificador del egoísmo viril. Esta liberación
será posible cuando la mujer decida romper las antiguas estructuras que no le
permiten más alternativa que una fatalidad procreadora, y cuando abandone el
coqueto narcisismo del eterno femenino, por cuya imbecilidad ha pagado un
precio demasiado caro. Entonces sí será un ser humano, un espíritu creador de
valores cuyo porvenir no sólo es el hombre, sino la Historia.
Todos amamos
alguna vez, y fracasamos un poco. La experiencia, unida a la reflexión sobre
los sentimientos, nos enseña a conocer la naturaleza del alma, que es compleja
como el misterio del mundo.
El amor tiene dos
enemigos mortales: la felicidad total, y la desdicha total. Ambos, si se erigen
en sistemas eternos de vida emocional, acabarán por destruirlo. Lo ideal sería
una verdad de amor cuyo equilibrio radicara en un poco de certeza y un poco de
duda; de posesión y lejanía; de plenitud y ansiedad; de ilusión y nostalgia. En
la síntesis de estos opuestos el amor encontrará su centro de gravedad, su
energía y sus fuentes de duración.
— ¿Por qué nunca
dices que me amas?
— ¿Para qué? Adivínalo. Si te lo estuviera
recordando a toda hora te aburriría y dejarías de amarme.
Tenía razón. Con
su silencio ponía en movimiento mi fantasía, me excitaba a una lucha con sus
fantasmas interiores, me ponía a dudar, a padecer los terrores de la esperanza,
o las dulzuras de la desesperación.
El único porvenir
del amor es el presente, y merecerlo cada día. Pues el amor tiene la duración
de las cosas efímeras: del día, de la ola, del beso. Su “eternidad” depende de
ese movimiento continuo para que una ola forme a la siguiente, y el beso
induzca de nuevo al deseo. Con este ritmo incesante el amor puede ganarse como
una victoria para cada día, que es mejor que para toda la “eternidad”.
Ésa es, en
esencia, la naturaleza y el destino del amor: lo que nace, vive, languidece,
muere, y constantemente resucita. Y su resurrección dependerá del milagro que
no es otra cosa que la Poesía. Pero esta poesía no son versos, ni se refiere a
idealismos despojados de carne. Esa Poesía es Vida, está hecha del cuerpo de
los amantes, sus deseos, sus silencios, y de cada átomo de energía
viviente.
El amor, esa
efusión, no es un divorcio del cuerpo y del espíritu, sino sus bodas. No existe
el amor carnal ni el amor ideal. Tales prejuicios son aberraciones de la moral.
El auténtico amor, el puro amor, es la apoteosis de cuerpo y alma en la unidad
viviente de dos seres triunfando sobre la muerte.
Digamos en su
honor que el amor es un misterio, y que su única evidencia es que existe. Pues
sin duda existe y aclara otros misterios con su poder revelador. A veces, en
noches de desamparo y amargo ateísmo, en brazos de una mujer, he descubierto el
rostro de Dios. Por eso para mí es sagrado, porque colma en mi alma los abismos
de lo divino, la necesidad de un ideal que dé sentido a la vida y haga florecer
la tierra. Pues Dios es todo lo viviente, sobre todo una mujer amada, excepto
cuando carga el amor de cadenas, de servidumbres, para hacer de la vida un
infierno.
Estos
pensamientos que imprimo sobre el amor son la respuesta a una pregunta furtiva
de una mujer burguesa. Ella quería saber si el amor era para mí algo espiritual
o material. Yo le dije con sumo respeto:
—Señora, son las
dos cosas, pero en la cama.
Como era célibe y
puritana se escandalizó. Pero yo no tengo la culpa de que el rostro de la
verdad sea, como en el amor, un rostro desnudo. Mejor dicho, dos rostros
desnudos.
De: Amor sin manzana
Gonzalo Arango
(1931-1976). Poeta y escritor
colombiano.
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